Siete décadas después del accidente del Hindenburg quedan muchos interrogantes. Los nazis, que nunca reconocieron su culpabilidad, tuvieron mucho que ver.
Foto Archivo Agencia Febus
El Hinderburg fue
una de las aeronaves de mayor tamaño jamás construida. Tenía una
longitud de 245 metros, es decir, tres aviones Boeing 747 juntos, 41
metros de diámetro, una capacidad de 200.000 metros cúbicos de gas, unos
motores diésel Daimler/Benz DB 602 de 1.200 caballos, una capacidad
máxima para 72 pasajeros, una tripulación de 61 personas, y alcanzaba
una velocidad máxima de 135 km/h. El 6 de mayo de 1937 en Nueva Jersey
un trágico accidente acabó con su existencia. Curiosamente el gobierno nazi
esgrimió que solo fue un accidente pero ordenó acabar con toda la
flota de dirigibles. Pero ¿por qué se tomó esa decisión? ¿fue realmente
un accidente?
Los nazis no dijeron la verdad
El gobierno nazi
trató -nadie lo pone en duda- de disculpar el hecho, achacándolo a
causas fortuitas, a fuerzas mayores. Sin embargo, el primer tanto de
culpa se lo adjudicaron ya los nazis
al no dejar que el pueblo alemán tuviese conocimiento de la desgracia
hasta pasadas bastante horas de haber ocurrido el siniestro. Los nazis,
con Hitler a la cabeza, hicieron explotar al Hindenburg sin poner reparos en el sacrificio de vidas humanas que a ello acompañó.
Esto
para unos hombres que estaban dispuestos a seguir una política de
guerra, de aniquilamiento y de barbarie, carecía de importancia.
Al nacional socialismo solo le preocupaba garantizar su perpetuidad
Sin
otra preocupación que la de hacer un estado militarmente invencible
-por razones bien conocidas, ya que el militarismo y su consecuencia,
la guerra, ofrecen amplias perspectivas de enriquecimiento de los pocos
y de continuado sometimiento de las masas-, el nacional socialismo
entorpeció casi todos los medios acostumbrados de intercambio económico
social. Para asegurarse una hegemonía universal necesitó, por
supuesto, fijar antes la hegemonía de una casta sobre las masas
populares del país. Y para ello no contó con más medios que el del exterminio
feroz de toda resistencia, primero, y a la aplicación, después, de
niveles subhumanos de vida. Pero los nazis perdieron de vista una cosa
esencial: que las normas del terror y de dislocamiento de todos lo nexos
de la convivencia social no habían descubierto todavía la forma de
garantizar su propia perpetuidad. Y acaso fue esto, en medio del dolor
inmenso que supuso el sacrificio de vidas humanas con la explosión del Hindenburg, lo más significativo de esta catástrofe.
El doctor Hugo Eckener
El
doctor Hugo Eckener, políticamente nazi, por no comprender o no tener
la suficiente valentía para oponérsele, sintió muy de cerca las
consecuencias del nacional socialismo.
Para él, técnico industrial de primera categoría y, por lo tanto,
figura que debió encajar perfectamente en el nuevo orden social que
exigía la nueva técnica, se encontró con un gran problema: la
sustitución de hidrógenos por helio en los grandes dirigibles.
Como
en su radio de acción caía el hacer más cómodo, más seguro y más fácil
el sistema de comunicaciones aéreas, el doctor Eckener mejoró,
ensanchó y perfeccionó la construcción de grandes dirigibles. Pero como
el uso de hidrógeno como una masa de gas que facilitase el desarrollo
práctico de estas comunicaciones exponía a tripulantes y pasajeros a
correr graves riesgos, se pensó en otro gas, el helio, no combustible.
Tuvo inmediata y venturosa aplicación, hasta que el nacional socialismo,
dispuesto a dar rienda suelta a las tendencias adquisitivas de una
casta social, orientó su política hacia derroteros divergentes de los
que seguía un régimen de acusadas tendencias progresivas y socialmente
humanitarias.
El helio, un gas demasiado caro para los nazis
El
costo del helio resultaba costoso y, además, difícil de adquirir en un
país de nula o defectuosa producción, que necesitaba todos los
recursos de su política de intercambio comercial para el desarrollo de
su potencialidad guerrera. En consecuencia, la seguridad del helio se
descartó por la inseguridad del hidrógeno, de mucha más fácil
adquisición y que, por ser más barato, dejaba un mayor margen de
ganancias a los magnates de la industria. De poco le valieron al doctor
Eckener las protestas. La política del nacional socialismo se aceptaba
en su totalidad y no se discutía, pues la discusión equivalía a
exponerse a caer en desgracia. Esto, para la mayoría de las personas,
suponía el cepo o el campo de concentración. Pero el doctor Eckener, al
fin y al cabo, no era un rebelde. Era sólo un hombre que no comprendió
como el nacional socialismo
pudo atreverse a usar hidrógeno en vez de helio en la navegación
aérea. Las consecuencias más amplias de esta política estaban fuera de
su alcance. Unas consecuencias evitables: el asesinato de tripulantes,
pasajeros y obreros del aeropuerto de Lakehurst, víctimas inocentes de
la gran tragedia provocada por la inhumana política nacional socialista. Pero ¿qué importaban algunos crímenes más cuando ya se llevaban cometidos tantos y tan horribles?
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